“Correoexpress”, decía la pequeña bolsa de plástico que simulaba ser un sobre. Parecía contener tuercas, piezas metálicas.
–Amor, esto debe ser para ti. Me lo entregaron en portería –le dije a Martín al llegar a casa–. ¿Has encargado tuercas?
Tornillos, clavos, piezas metálicas, nada de eso llamaba mi atención tratándose de Martín y sus compras por internet.
–No espero nada –me dijo recibiendo la correspondencia y poniéndola sobre la mesa de la cocina.
La abrió.
–¡Son anillos de matrimonio! –me dijo levantando la vista para mirarme a los ojos–. Yo no los he encargado –agregó veloz para impedir que mi imaginación vuele.
–Ah, lo hiciste, ¡y ahora te has arrepentido! –le dije en broma y también en defensa propia, para que no se le ocurra pensar que yo había cambiado de opinión y le quería dar una sorpresa en estos tiempos de igualdad de sexo y esas cosas.
Pues nada. Quedó claro para los dos que las sortijas no eran nuestras.
Una mezcla de alivio y decepción invadió mi corazón, pero solo por un segundo ya que de inmediato se transformó en absoluta calma. Debí haber suspirado sin intención alguna y Martín debió haberlo notado, pero gracias a lo bien que me conoce, permaneció en silencio oriental.
Revisamos el sobre. No aparecía un destinatario. “Parcela 19”, estaba escrito. Coincidía con nuestro número. La calle, sin embargo, era otra. Los Robles. Pero en Los Robles, no existía una Parcela 19.
–Es viernes y casi las seis de la tarde –le dije a Martín–, seguro los novios esperan angustiados los anillos. ¡Quizás es hoy la boda!
Y, ¿si era cosa de Dios, sabio y misericordioso, que los anillos no lleguen a sus correspondientes dedos para evitar lo peor?
Talla ocho y talla siete. Era la única información visible en la etiqueta de cada sortija.
–Quizás lleven los nombres grabados –le dije a Martín, olvidando por un momento que estaba en mis manos la felicidad o desgracia de sus destinatarios–. ¿Qué te parece si pongo un aviso en el chat del condominio? Alguien debe saber de quién es la boda.
–Relájate. Si alguien encarga las sortijas por correo no deben ser urgentes.
Abrí la bolsita transparente que contenía las sortijas. Parecían ser de plata o de oro blanco. El anillo más grande, llevaba labrado una corona de rey. El otro, una de reina.
Me apuré a leer el interior.
El tiempo avanzaba y me imaginaba al novio en la puerta de su casa, vestido de terno oscuro, transpirando, preguntándose qué pasaba con el correo, mientras la novia de blanco, inocente como todas, rodeada de sus mejores amigas, retocaba su maquillaje, casi lista para la ceremonia. ¿Porqué los hombres se casan de negro y las mujeres de blanco? No era momento de pensar en eso.
“Her King”, decía un anillo y en el otro, lógicamente, “His Queen”.
Por un momento pensé en probarme el más pequeño y, como en los cuentos de hadas, en caso que fuera de mi perfecta talla, olvidarme de Correoexpress y todo ese lío del sobre y convertirme en una reina para Martín, pero mis miedos superaron cualquier alucinación fantástica. En ese instante, como si un rayo ardiente calcinara un hechizo, recordé mi pasado. Dos matrimonios. Dos divorcios. La verdad que era mejor dejar las cosas en ese aletargado empate. Después de todo, no necesitaba de nada más para ser la reina de Martín. ¿O sí?
Muchos fueron los argumentos que recorrieron mi cabeza y mi corazón, hasta decidir que esos anillos debían llegar a sus dedos correctos y pronto.
–¿Alguno es de tu talla? –me pareció escuchar a lo lejos a Martín quien seguro había entrado a su taller a reparar algo.
Preferí no responder que decir alguna mentira ya que el de la talla siete me calzaba, como dicen por allí, “como anillo al dedo”. Lo cierto es que en ese momento yo solo oía con claridad, aunque con ciertas dudas, una voz en mi interior que retumbaba diciendo “Entrega los anillos, alguien los espera”.
Tomé una foto del sobre de Correoexpress. Decidí no mencionar el contenido. Podría tratarse de una sorpresa para “His Queen” o “Her King”.
Compartí la foto en el chat de los vecinos. “Hola –saludé con una carita feliz–, he recibido esta correspondencia dirigida a la Parcela 19, Calle Los Robles. ¿Alguno de ustedes la espera? Su contenido es importante y hasta sagrado”. Di una sutil pista.
Minutos después recibí una respuesta: “El sobre está dirigido a Óscar Tobler. Si amplías la foto que enviaste, allí está el nombre. ¿Sagrado?”
Con los anteojos puestos, verifiqué la información. El destinatario estaba escrito en letra muy tenue. ¿Temerosa, acaso?
“¿Alguien conoce a Óscar Tobler?”, pregunté al grupo.
Mientras esperaba respuesta, me puse a pensar en Alain Robbe-Grillet y su teoría del “objetivismo fotográfico” por la que propone estructurar textos dejando de lado la facultad introspectiva de los personajes.
¿Es posible eso?
¿Mantendría el escritor francés su teoría al narrar un relato como esté de haber tenido en su vida dos anillos de compromiso, dos de matrimonio y dos divorcios a cuestas?
La señal de un nuevo chat anunció, que debía continuar y decidí hacerlo de acuerdo a Robbe-Grillet, sin mencionar sentimientos:
A pesar del ruido de mi teléfono, lo dejé a un lado.
–¿Alguna novedad? –me preguntó Martín de lejos.
–Ninguna –le dije en el momento en que mi celular avisó que había entrado otro mensaje.
–Te están respondiendo–, me dijo Martín quien pertenecía al mismo grupo de chat del condominio–. Dicen que hay un Óscar entre los vecinos. ¿Por qué no lo llamas?
Miré mi reloj. Casi eran las seis y media.
–¿Vas a llamar o lo hago yo? –dijo Martín entrando a la cocina con su porta herramientas amarillo a la cintura.
–¿Te preparo algo de tomar?
No me respondió. Se quedó parado, así, alto como es, observándome.
Busqué los nombres de los integrantes del chat. Óscar aparecía entre ellos, pero sin apellido.
Marqué el número.
–No responden –le dije a Martín.
Timbró mi teléfono.
–Hola, soy Óscar, me imagino que me estás llamando por lo del sobre.
–Sí –le dije–. ¿Te vas a casar?
–¿Casar? No, para nada. Yo no me apellido Tobler. Gracias por la preocupación –me respondió antes de despedirse.
–¿Y qué pasó? –preguntó Martín revisando su celular.
–Que no era el Óscar de los anillos –le respondí poniéndolos sobre la mesa.
–Están muy lindos. Deben ser muy finos –me dijo–. El detalle del rey y la reina es muy romántico. Si no aparece el dueño, ¿crees que debamos llevarlos a Correoexpress?
–¿Pero no van a llegar a tiempo para la boda?
–Se casarán sin anillos –me dijo encendiendo el pequeño televisor que apenas cabía sobre uno de los reposteros.
–O quizás no lleguen a casarse.
Tomó los anillos con cuidado. Les dio vueltas con los dedos mientras los observaba.
–Tú y yo llevamos viviendo juntos, ¿cuánto?, casi cinco años, felices, sé que ya lo hemos hablado antes, pero que te parece si…
En ese momento los teléfonos anunciaron la llegada de un nuevo mensaje.
–¿Será el novio? –pregunté.
“Tengo un amigo en el condominio de al lado. Se llama Óscar Tobler y casi seguro que vive en Los Robles”, escribía un tal Gabriel.
Llamé al tal Gabriel, le dije lo que contenía el sobre, que no había querido hacerlo público para evitar que la novia o el novio perdieran la sorpresa o tuvieran algún pretexto para escapar.
Gabriel llamó a su amigo.
Y aquí, siguiendo la teoría del “objetivismo fotográfico”, no puedo ni debo decir que fue por fortuna o por mala suerte o que me alegré o sentí tristeza, cuando Gabriel confirmó que su amigo era efectivamente el novio.
–Llevamos casi cinco años juntos… –volvió a decir Martín buscando mis ojos, quizás mis manos, y sin soltar los anillos.
Pero yo, dejo mi final así, implacable, como una foto.
Después de todo Alain Robbe-Grillet tenía razón: es mejor escribir sin mencionar sentimientos.
Rossana Sala. Septiembre 2018