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“Correoexpress”, decía la pequeña bolsa de plástico que simulaba ser un sobre.  Parecía contener tuercas, piezas metálicas.

–Amor, esto debe ser para ti. Me lo entregaron en portería –le dije a Martín al llegar a casa–. ¿Has encargado tuercas?

Tornillos, clavos, piezas metálicas, nada de eso llamaba mi atención tratándose de Martín y sus compras por internet.

–No espero nada –me dijo recibiendo la correspondencia y poniéndola sobre la mesa de la cocina.

La abrió.

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–¡Son anillos de matrimonio! –me dijo levantando la vista para mirarme a los ojos–. Yo no los he encargado –agregó veloz para impedir que mi imaginación vuele.

–Ah, lo hiciste, ¡y ahora te has arrepentido! –le dije en broma y también en defensa propia, para que no se le ocurra pensar que yo había cambiado de opinión y le quería dar una sorpresa en estos tiempos de igualdad de sexo y esas cosas.

Pues nada. Quedó claro para los dos que las sortijas no eran nuestras.

Una mezcla de alivio y decepción invadió mi corazón, pero solo por un segundo ya que de inmediato se transformó en absoluta calma. Debí haber suspirado sin intención alguna y Martín debió haberlo notado, pero gracias a lo bien que me conoce, permaneció en silencio oriental.

Revisamos el sobre. No aparecía un destinatario. “Parcela 19”, estaba escrito. Coincidía con nuestro número.  La calle, sin embargo, era otra. Los Robles.  Pero en Los Robles, no existía una Parcela 19.

–Es viernes y casi las seis de la tarde –le dije a Martín–, seguro los novios esperan angustiados los anillos. ¡Quizás es hoy la boda!

Y, ¿si era cosa de Dios, sabio y misericordioso, que los anillos no lleguen a sus correspondientes dedos para evitar lo peor?

Talla ocho y talla siete. Era la única información visible en la etiqueta de cada sortija.

–Quizás lleven los nombres grabados –le dije a Martín, olvidando por un momento que estaba en mis manos la felicidad o desgracia de sus destinatarios–. ¿Qué te parece si pongo un aviso en el chat del condominio? Alguien debe saber de quién es la boda.

–Relájate.  Si alguien encarga las sortijas por correo no deben ser urgentes.

Abrí la bolsita transparente que contenía las sortijas. Parecían ser de plata o de oro blanco. El anillo más grande, llevaba labrado una corona de rey.  El otro, una de reina.

Me apuré a leer el interior.

El tiempo avanzaba y me imaginaba al novio en la puerta de su casa, vestido de terno oscuro, transpirando, preguntándose qué pasaba con el correo, mientras la novia de blanco, inocente como todas, rodeada de sus mejores amigas, retocaba su maquillaje, casi lista para la ceremonia. ¿Porqué los hombres se casan de negro y las mujeres de blanco? No era momento de pensar en eso.

“Her King”, decía un anillo y en el otro, lógicamente, “His Queen”.

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Por un momento pensé en probarme el más pequeño y, como en los cuentos de hadas, en caso que fuera de mi perfecta talla, olvidarme de Correoexpress y todo ese lío del sobre y convertirme en una reina para Martín, pero mis miedos superaron cualquier alucinación fantástica. En ese instante, como si un rayo ardiente calcinara un hechizo, recordé mi pasado. Dos matrimonios. Dos divorcios. La verdad que era mejor dejar las cosas en ese aletargado empate. Después de todo, no necesitaba de nada más para ser la reina de Martín. ¿O sí?

Muchos fueron los argumentos que recorrieron mi cabeza y mi corazón, hasta decidir que esos anillos debían llegar a sus dedos correctos y pronto.

–¿Alguno es de tu talla? –me pareció escuchar a lo lejos a Martín quien seguro había entrado a su taller a reparar algo.

Preferí no responder que decir alguna mentira ya que el de la talla siete me calzaba, como dicen por allí, “como anillo al dedo”. Lo cierto es que en ese momento yo solo oía con claridad, aunque con ciertas dudas, una voz en mi interior que retumbaba diciendo “Entrega los anillos, alguien los espera”.

Tomé una foto del sobre de Correoexpress. Decidí no mencionar el contenido. Podría tratarse de una sorpresa para “His Queen” o “Her King”.

Compartí la foto en el chat de los vecinos. “Hola –saludé con una carita feliz–, he recibido esta correspondencia dirigida a la Parcela 19, Calle Los Robles. ¿Alguno de ustedes la espera? Su contenido es importante y hasta sagrado”.  Di una sutil pista.

Minutos después recibí una respuesta: “El sobre está dirigido a Óscar Tobler. Si amplías la foto que enviaste, allí está el nombre. ¿Sagrado?”

Con los anteojos puestos, verifiqué la información. El destinatario estaba escrito en letra muy tenue. ¿Temerosa, acaso?

“¿Alguien conoce a Óscar Tobler?”, pregunté al grupo.

Mientras esperaba respuesta, me puse a pensar en Alain Robbe-Grillet y su teoría del “objetivismo fotográfico” por la que propone estructurar textos dejando de lado la facultad introspectiva de los personajes.

¿Es posible eso?

¿Mantendría el escritor francés su teoría al narrar un relato como esté de haber tenido en su vida dos anillos de compromiso, dos de matrimonio y dos divorcios a cuestas?

La señal de un nuevo chat anunció, que debía continuar y decidí hacerlo de acuerdo a Robbe-Grillet, sin mencionar sentimientos:

A pesar del ruido de mi teléfono, lo dejé a un lado.

–¿Alguna novedad? –me preguntó Martín de lejos.

–Ninguna –le dije en el momento en que mi celular avisó que había entrado otro mensaje.

–Te están respondiendo–, me dijo Martín quien pertenecía al mismo grupo de chat del condominio–. Dicen que hay un Óscar entre los vecinos. ¿Por qué no lo llamas?

Miré mi reloj.  Casi eran las seis y media.

–¿Vas a llamar o lo hago yo? –dijo Martín entrando a la cocina con su porta herramientas amarillo a la cintura.

–¿Te preparo algo de tomar?

No me respondió. Se quedó parado, así, alto como es, observándome.

Busqué los nombres de los integrantes del chat. Óscar aparecía entre ellos, pero sin apellido.

Marqué el número.

–No responden –le dije a Martín.

Timbró mi teléfono.

–Hola, soy Óscar, me imagino que me estás llamando por lo del sobre.

–Sí –le dije–. ¿Te vas a casar?

–¿Casar? No, para nada. Yo no me apellido Tobler. Gracias por la preocupación –me respondió antes de despedirse.

–¿Y qué pasó? –preguntó Martín revisando su celular.

–Que no era el Óscar de los anillos –le respondí poniéndolos sobre la mesa.

–Están muy lindos. Deben ser muy finos –me dijo–. El detalle del rey y la reina es muy romántico. Si no aparece el dueño, ¿crees que debamos llevarlos a Correoexpress?

–¿Pero no van a llegar a tiempo para la boda?

–Se casarán sin anillos –me dijo encendiendo el pequeño televisor que apenas cabía sobre uno de los reposteros.

–O quizás no lleguen a casarse.

Tomó los anillos con cuidado. Les dio vueltas con los dedos mientras los observaba.

–Tú y yo llevamos viviendo juntos, ¿cuánto?, casi cinco años, felices, sé que ya lo hemos hablado antes, pero que te parece si…

En ese momento los teléfonos anunciaron la llegada de un nuevo mensaje.

–¿Será el novio? –pregunté.

“Tengo un amigo en el condominio de al lado. Se llama Óscar Tobler y casi seguro que vive en Los Robles”, escribía un tal Gabriel.

Llamé al tal Gabriel, le dije lo que contenía el sobre, que no había querido hacerlo público para evitar que la novia o el novio perdieran la sorpresa o tuvieran algún pretexto para escapar.

Gabriel llamó a su amigo.

Y aquí, siguiendo la teoría del “objetivismo fotográfico”, no puedo ni debo decir que fue por fortuna o por mala suerte o que me alegré o sentí tristeza, cuando Gabriel confirmó que su amigo era efectivamente el novio.

–Llevamos casi cinco años juntos… –volvió a decir Martín buscando mis ojos, quizás mis manos, y sin soltar los anillos.

Pero yo, dejo mi final así, implacable, como una foto.

Después de todo Alain Robbe-Grillet tenía razón: es mejor escribir sin mencionar sentimientos.

 

                                                                Rossana Sala. Septiembre 2018


Iimg_1129f it was not for the man sitting next to me with that smell of cigarettes impregnated on his body, the trip would have been very pleasant. I had just arrived in Amsterdam. Soon my suitcase would be in the luggage carousel. I was surprised to find a purse on the floor. Considering its colors, blue and yellow, I thought it belonged to a young woman.

I looked around me.

A girl jumped, bored, next to those who I imagined were her parents. I showed them the handbag, but they ignored my signs.

—Don’t abandon your belongings! —a security guard ordered me in a rather choppy English.

—They are not mine —I replied in the same language, about to raise my arms as a sign of surrender.

An anecdote in Raymond Carver’s book I had just read on the plane came to my mind. In that short story, a woman forgets her purse in the bathroom of a museum in Germany. A lady, upon seeing and opening it, finds an identification card with a local address in Munich. She decides to take a taxi in order to deliver it herself to its owner.

—Pick it up immediately! —insisted the guard—. If not, you must come with me to Security!

Without giving it another thought, I did what the woman in Carver’s short story should not have done either: I took the bag.

What would be in it? What would happen if the owner had seen me?

My suitcase arrived.

I went to the customs line trying to hide my nervousness. It was cold, but my hands were sweaty. I was beginning to feel heat all over my body. The guard stared at me. On leaving the airport, I would take the first taxi I found and check out the purse. It had to have a document.

I was in the line after four people.

I did not want that handbag with me anymore. The short story written by Carver was still in my mind. The woman of that story returns the purse to her owner who, upon receiving it, discovers that the one hundred and twenty dollars which she had fastened with a paperclip were gone. She does not say anything to the lady imagining that perhaps someone else had taken the money. In gratitude, the owner of the bag and her husband, invited her to stay for a cup of tea.

—Your turn —a boy said behind me.

I approached the customs officer and showed my declaration and passport with a shy smile. Tried to look calm. Answered a few questions that I do not remember anymore.

—Welcome to the Netherlands —he said.

I took my passport and smiled again.

Sighed softly.

Walked slowly.

Left the airport.

Felt cold.

In three minutes I was in a taxi.

—Where should I take you? —the driver asked me in English.

I opened the handbag. There had to be a document, something that could take me to its owner.

A scarf. An old book.

I was stunned.

There were dollar bills fastened with a paperclip.

Could it be another coincidence?

I preferred not to touch them and flipped through the pages of the book. A piece of paper fell out with a handwritten text.

I gave it to the driver.

It was an address.

—Is it far away? —I asked him while trying to calculate how much money was in that paperclip.

—Fifteen minutes. Here, in Amsterdam, everything is close.

What should I do?

In Carver’s short story, the woman, the one who finds the purse and gives it to her owner, was invited to stay for tea. She seats down happily and after elegantly telling about her life, travels and fortune, she dies. Yes, she dies. She dies in the living room with her mouth opened, dropping her cup on the floor and collapsing on the couch. They felt her pulse. There were no signs of life. The owner of the bag, shocked, averting her eyes from the increasingly pale corpse, takes the good woman’s purse in order to find out in which hotel she was staying. Opens it. Is astonished. Deeply disappointed. There they were. Fastened with the paperclip. Her one hundred and twenty dollars.

—Shall we go to this address? —the driver hurried me.

—Yes, please —I said almost instinctively still having doubts if I should give back the purse to her owner.

—Do you feel well? Is the heating too high for you?

—Don’t worry. It’s fine. Thanks —I answered breathlessly.

My hands. They were sweating again.

I took my jacket off and placed my stuff in order without looking at the handbag anymore. I did not want to count that money.

We went through several streets. Hundreds of bicycles crossed and invaded the avenues in perfect order. It was almost four o’clock in the afternoon. I was tired and needed sleep.

—Here we are —said the taxi driver as he returned the paper with the address to me—. It’s thirteen Gulden.

—Can you wait? I just have to deliver something and will come back soon —trying in some way to change my destiny.

—Sorry, madam —he answered—. I have to pick up another passenger.

I rolled my suitcase very slowly towards the house.

The facade was tall and narrow. The roof had the shape of a bell.

The sky was gray.

Was it going to rain?

As in Carver’s short story, I saw a woman leaning out the window. She opened the door before I could even ring the bell. Her hair was black and very short. She received me with a brief smile, staring immediately at the purse in my hand. At the same time, she said loudly: You were absolutely right, darling! The lady brought my handbag!

—Come in please! It’s very cold outside! I’m Tess —she said while giving me a quick handshake and closed the door behind me. Let me introduce you to my husband…

But I had seen them before.

—It’s my pleasure —a man with black, bushy eyebrows greeted me—. I noticed on the plane your enthusiasm reading my book—. While putting a cigarette in his mouth he continued: I’m Raymond Carver. But don´t stay there standing up, sit down. Sit down —he insisted while making space for me in the general disarray of the living room—. Would you join us for a cup of tea?

 

Rossana Sala

Spanish version: https://rodandoentrelineas.wordpress.com/2018/06/04/nos-acompana-con-una-taza-de-te/


Un aire tibio calentó mi nuca. Parecía avisarme algo. Advertirme, quizás, que mis piernas y cuerpo no aguantarían.

“Estás loca”. “A tu edad no te metas en esas cosas”. “No vas a terminarla”.  Me decían algunos.

“Todo es mental”. “Enfócate en la meta y listo”. Me decían otros.

Pero, ¿estaba yo lista?

Me preparaba para participar en un maratón, así que el ejercicio era duro y obligado. De acuerdo a mi plan, ese día debía correr noventa minutos.

Como de costumbre, salí de casa a las cinco de la mañana llevando mi cinturón con cuatro botellitas de agua y mi gel energético. Estaba muy oscuro, más que lo usual para ser otoño. Llovería. El camino lo conocía bien, así que no le di importancia al clima. Tenía cuarenta años y, aunque desde niña había hecho mucho deporte, corría recién hace siete meses.

El viento acarició mi espalda.

Troté despacio, calentando por diez minutos mi cuerpo, hasta llegar al “Parque Florido”. El lugar tenía una extensión circular de cuatro kilómetros por lo que desde muy temprano se llenaba de deportistas con ganas de empezar el día.

Faltaba un mes para el maratón. Cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros no eran pocos. Sería mi primera carrera de esa distancia.

El viento helado envolvió mi cuerpo haciéndome pensar que debía haberme puesto un polo de manga larga, pero preferí no regresar a casa y seguir con mi rutina. Pronto entraría en calor. A medida que corría, me pesaba más el resultado de no haber dormido bien la noche anterior. Y no había sido por los amigos y la diversión. No. Simplemente me la había pasado pensando en la carrera. El ritmo. El agua. El frío. Los calambres. La meta.

Empezó a llover. El olor a tierra fresca me hizo sentir bien.

Sería un día más de entrenamiento, pero esta vez, el barro se pegaría en mis zapatillas para hacer mis piernas más y más pesadas. Mi pelo y mi ropa quedarían bañados en agua. La lluvia. A pesar de todo, disfrutaba la sensación de estar bajo ella.

Una mezcla de tierra mojada se pegó en mis pies.

Y la lluvia se volvió furiosa.

En la penumbra, vi las sombras de los deportistas abandonando los caminos, convertidos en lodo, para refugiarse bajo los árboles de mango. Bajo los castaños, jacarandas y apamates. “¡Cuidado que te resbalas! ¡Mejor no corras!”, oí que me decía Claudia, una amiga que entrenaba para su séptima maratón.

No le hice caso.

Noté que yo era la única que trotaba en el parque. Con seguridad hasta las ardillas, pájaros y mariposas se habían escondido.

El cielo seguía oscuro y mi cuerpo estaba empapado.

De un momento a otro algo extraño ocurrió bajo mis pies. Era como si el barro, ese que volvía a mis pasos cada vez más pesados amarrándome al suelo, se moviera hacia adelante conmigo. Parecía un rio arrastrándome con una convicción a la cual era imposible oponerse. Empecé a sudar. Me faltó aire. Tuve miedo de resbalarme y caer. Apreté los puños clavando mis uñas en las palmas de mis manos.

El viento tibio, sopló de nuevo en mi nuca.

Esta vez oí lo que me decía.

Llevada por esa corriente avancé hasta que, sin proponérmelo, me detuve.

También lo hizo la lluvia en el instante en el que el cielo se volvió azul y el sol empezó a secar mi cuerpo.

Poco a poco mi respiración recuperó su ritmo.

Vi mi reloj.

Noventa minutos. Veinte kilómetros. No podía ser cierto. Nunca había hecho ese tiempo y menos entrenando en esas condiciones.

Troté un poco más para estirar mis músculos y dejar que caiga el barro que se había impregnado en mis zapatillas.

Me acerqué al punto de reunión de los deportistas. Allí estaban ellos, todos bajo techo. Tomaban té, café o chocolate mientras protestaban por haber perdido un día de entrenamiento por culpa del clima.

–¿Dónde has estado? ¡Veo que me hiciste caso y no corriste! –me dijo Claudia.

No le respondí. Pensé que bromeaba. ¿Por qué me decía eso?

Pasé el resto del día intranquila en la oficina. De vez en cuando un aire tibio en la nuca me soplaba y oía las mismas palabas que había escuchado en el Parque Florido esa mañana.

Tenía el ánimo acelerado, producto de una buena carrera matinal, pero no la fatiga que (a mi edad) invadía mi cuerpo durante todo el día cada vez que hacía un largo (por más gel energético que comiera).

Preferí no contarle a nadie lo que me había pasado.

¿Y si Claudia tenía razón y yo no había corrido esa mañana?

Al día siguiente, volví a trotar. Lo hice día tras día, bajo la lluvia, en ese camino de fango que cada amanecer, sin que yo pudiera comprenderlo, me atrapaba impulsándome hacia adelante hasta terminar mi entrenamiento. Así como lo hice el día de la carrera, de esa distancia implacable en la que, con mis pies envueltos en un rio de lodo, me deslicé hasta la meta.

Tres horas y treinta minutos, leí en el cronómetro digital del arco de llegada.

“Te prometí que lo haríamos muy bien”, me susurró al oído el viento tibio que sopló en mi nuca mientras se desprendía el barro de mis zapatillas y sentía mi cuerpo empapado.

–¿Qué tiempo hiciste? ¡Yo terminé en cuatro horas! –me dijo Claudia orgullosa cuando me la encontré conversando con amigos– ¡Qué suerte que tuvimos! ¡No llovió en toda la carrera!

 

Rossana Sala.  Mayo 2018


Sentada con la boca abierta pero sin poder pronunciar palabra, lo vi pasar. La posición de mi cara mirando el reflector y esa luz que me pegaba a los ojos, no me permitían saber qué era.

Levanté una mano para tratar de señalar la ventana y avisar que algo extraño sucedía, pero el dentista siguió taladrando en las profundidades de mi boca mientras mi mamá le conversaba (taladrando con seguridad en las profundidades de sus oídos) como solía hacerlo sin escuchar a nadie ni dejar a su interlocutor hablar.

¿Sería un ladrón?

–Falta poco, Laura. ¿Duele? –preguntó el doctor, dejando oír la lenta y aburrida música de fondo del consultorio.

¿Acaso podía responderle?

–Si te mueves te harás daño.

Interrumpió por un instante mamá su conversación.

La imagen oscura volvió a cruzar la larga ventana ubicada en la parte alta de la pared. Parecía avanzar pegada al vidrio acariciándolo. No llegaba a cubrirlo todo por lo que, solo prestando mucha atención, se podía saber que estaba allí y mi madre, como siempre, habla que habla y el doctor con esos ojos tan grandes, su mascarilla verde y herramientas, no me dejaba decir ni hacer nada y la saliva empezó a acumularse en mi boca.

–Te voy a colocar este succionador –me dijo el médico al meter bajo mi lengua un tubo muy delgado.

Un gato, pensé. Tenía que ser un gato. ¡Y yo que me preocupaba tanto!

Cerré los ojos para tratar de no sentir la vibración, ese dolorcito penetrante, el olor a alcohol y todo lo demás que estaba pasando allí en mi boca. Decidí hacerle caso a mamá y cepillarme los dientes tres veces al día. Por lo menos dos. Me imaginé al gato. ¿Sería negro? Hubiera preferido que fuera marrón claro o mejor blanco.

–Esto te va a molestar. Abre la boca lo más que puedas.

Obedecí y, sin querer, abrí también los ojos.

Y otra vez la sombra cruzó el vidrio. Rápido. Muy rápido. ¿Se escapaba de alguien? ¿Y si al terminar se lo pedía a mamá? Me lo llevaría a casa. Lo llamaría Colmillos Blancos porque seguro que era blanco y, viviendo donde el dentista, tenía que tener los colmillos perfectos. Ya tenía ocho años, así que con seguridad mamá me daría permiso para dormir con él. Me abrigaría muy suavecito, igual que las mantas con las que papá me arropaba antes de acostarme.

–¡Listo! El diente está curado. Te has portado muy bien, Laura. Voy a ponerte un poco de enjuague. Escúpelo en la fuente al lado del sillón y ya puedes cerrar la boca.

Y tragándome ese líquido (que debió haber sido rico porque olía a caramelo) y, sin cerrar la boca para poder pedirle la mascota a mamá, le señalé la ventana, le dije que había un gato y que lo quería.

–¿Un gato?

El médico se quitó los guantes y la mascarilla. Se paró y acercó al lugar donde yo pensaba que me esperaría acurrucado mi animalito.

–Debe haber sido un escobillón. Una vez por semana limpian los vidrios desde afuera. Eso es lo que viste, Laura –afirmó el doctor.

Esa tarde, a pesar de lo que me dijeron, estaba convencida de que había visto un gato.

Algunos días después, Colmillos Blancos apareció en mi casa.

Mamá sí escuchaba.


El pañuelo celeste que olía a miel con el que me limpiaba la nariz y secaba mis lágrimas.

El peine de carey con algunos retazos del pelo largo, suave y blanco que se enredaba en mis dedos.

El corte de seda azul con el que protegía su cabello del viento.

Y ese caramelo con sabor a fresa y forma de pera que escondí en la fiesta de Laura, mi amiga del colegio.

Su anillo de bodas que guardó para que no se lo roben al pasear por el centro, una tarde de verano cuando me llevó a comprar algún capricho, de esos de los míos, que ya no recuerdo.

La perla que escondí en mi nariz, como si fuera un juego. ¡Sopla! ¡Bótala niña! ¡Ave María purísima!

El cuaderno de pintar para que no me aburra en la sala del médico.

Los tres lápices, rojo, azul y verde, casi sin punta, que usé en mi cuaderno.

El primer diente que le dejé al ratón Pérez. ¡Mira lo que te trajo! ¡Te contaré de su magia!

Un trozo de galleta de avena con pasas y pecanas, todavía envuelto.

El estuche de cuero azul con los lentes que usaba para ver de lejos.

El estuche de cuero negro sin los lentes que usaba para ver de cerca.

Ese frasquito de perfume con olor a jazmín que se ponía al salir e impregnaba en mi cuarto al besar mi frente como solo ella sabía hacerlo.

La pluma de madera con las iniciales de su padre.

El arete de plata en forma de trébol que encontró en la calle y decidió que le daría suerte. Mucha suerte.

Un billete de diez dólares que al estar roto debía cambiar en el banco, pero que por alguna razón que no nos quiso decir, decidió mantener como un recuerdo.

Esa foto a colores en la que aparezco con tan solo cinco meses en los brazos de mi madre y sonrío sin dientes. Y aquella otra en blanco y negro, en la que mi abuela es abrazada por un señor alto y fuerte, de barba y bastón, no lo conocí, pero fue mi abuelo.

Y todo lo encontré, en la cartera amarilla, último regalo que me dejó mi abuela de pañuelo azul, olor a jazmín y ojos serenos.

 

Rossana Sala. Febrero 2018

SE LA COMIÓ (CUENTO CORTO. ENERO 2018)

Posted: 29 January, 2018 in 2018

nube

“No debo detenerme”, pensó Laura al poner su pie derecho en el bosque y notar que el pasto se tiñó de rojo. “¿Rojo? ¡Pero si hace un instante era verde!”  La niña intentó retroceder cuando el jardín se volvió marrón amarillento. “¡Qué asco!”  El aspecto vomitivo de las hierbas y el fuerte calor que parecía salir de las entrañas más profundas del lugar, la hicieron transpirar, así que se sentó y, al levantar la mirada, descubrió con alegría (y ahora, con algo de apetito) que las nubes eran de algodón rosado y azúcar. “¡Qué delicia!”

Un reflejo rojizo y metalizado iluminó el bosque obligando a Laura a cerrar los ojos y cubrírselos con sus pequeñas manos, pero sólo por un instante ya que un suave cosquilleo entre sus dedos, la hizo tratar de observar qué es lo que caía del cielo y al hacerlo, encontró con nostalgia que una lluvia de diminutos caramelos, así como con los que ella soñaba, caía por todas partes y Laura, con ese hambre que tenía, trató de atraparlos sin suerte ya que al intentar tocarlos desaparecían sin dejar rastro. “¿Qué extraño? ¡Puedo saborear las fresas, uvas, naranjas y bananos de esos dulces sin siquiera haberlos probado!”

La niña se distrajo por el cariñoso murmullo de las aguas de un riachuelo. Suaves y ligeros hilos rojos, verdes, anaranjados y amarillos conformaban su travieso caudal.

“¡El Bosque Arcoíris!”, se dijo, “¡Eran verdad las historias de mi abuelo!”

En ese instante, una nube rosada de algodón y azúcar apareció en las manos de Laura y ella, feliz, se la comió.

                                                                                                        (Rossana Sala. Enero 2018. Tarea para el curso de narrativa dictado por el escritor argentino Sebastián Zaiper. Escena basada en el escenario de Camila Jara.)