Después de difíciles negociaciones, por fin habíamos cerrado la operación. Catorce días en una oficina, sin conocer la vida de Nueva York, fueron suficientes.
—Conseguí reservas en el nuevo restaurant thai de Soho. A las ocho menos cuarto nos vemos en el lobby del Hilton para salir juntos —nos dijo Fabio, un entusiasta argentino que conocía los points de moda.
Era viernes.
Al día siguiente debíamos volver a nuestros países de origen, pero antes disfrutaríamos de esa intensa ciudad.
La decoración minimalista en blanco y negro y la música chill-out cargada de energía, creaban la atmósfera perfecta para una linda noche.
—¿Is this your coat? —me preguntó con voz grave un muchacho alto, de pelo castaño y espesa barba. Me miró tan fijo con esos ojos verdes y traviesos que yo, con un vergonzoso inglés de escuela primaria, le respondí: “yes it is”.
Efectivamente, era mi abrigo. Minutos antes lo había dejado sobre una banca junto a la barra del restaurante.
—¿What´s your name?—siguió averiguando el gringo mientras yo lo observaba de pies a cabeza pero con recato.
El blazer azul marino, el pantalón plomo y los zapatos de gamuza gris, lo hacían ver elegante y sobrio. Tendría solo algunos años menos que yo. Su acento parecía británico. No estaba segura. Pero, de lo que no tenía dudas, era de su aroma. A madera. A hombre. Olía demasiado bien.
Nueva York se ponía interesante.
—Rossana —le respondí tímida.
—Es un lindo nombre. Soy Jeff. ¿Viniste con tu esposo? —me preguntó en perfecto español.
—No, no —lo corregí rápido—. Estoy con colegas —le dije al señalarlos—. Los tres de la derecha son abogados, igual que yo, y la de la izquierda, es ambientalista.
Mis amigos conversaban entusiasmados sin notar mi ausencia.
Yo, a mis cuarenta años, era la mayor del grupo.
—¿Y no te cansas? ¿Todo el día juntos y además salen de noche? Acompáñame a mi mesa que estoy solo. Te prometo que la pasaremos bien.
La propuesta era tentadora, pero la rechacé de plano.
—¡No gracias! ¿Cómo voy a hacerles eso a mis amigos?
—Les preguntaré —me dijo y se les acercó.
—¿How ya goin’? My name is Jeff Davis. Soy australiano, piloto de NZ Airlines. Acabo de conocer a Rossana. ¿Podría invitarla a cenar conmigo? Ustedes siempre la ven…—les pidió haciendo sonar los hielos de su vaso de whisky.
¿Cómo se le ocurre que me van a dejar con un desconocido?, pensé.
—¿Quierges llevargté a Rossaná? ¿Estás segurgó? ¡Ella es aburgridá! ¡Soló tgrabajá!—le advirtió Philippe, como siempre haciendo gárgaras con las palabras.
—A mí me parece divertida —insistió el piloto.
—Si eso cgreés, podrgrás llevagrtelá si nos trgaés a una chicá a cambió —dijo.
Philippe era un francés de ingenio extraordinario que usaba en los momentos más inesperados.
—Haremos una operación de Swap. Un intercambio, una permuta —precisó Camilo, el colombiano del grupo.
Todos estuvieron de acuerdo salvo Kate, la ambientalista irlandesa, quien soltó atropelladas sílabas.
Yo, al fin y al cabo abogada, aparenté no aceptar la propuesta, así que el australiano se dio media vuelta despidiéndose con un ¡See ya later maits!
Y cumplió su promesa.
Media hora después, nos volvió a ver.
Se nos acercó escoltando a una mujer muy joven y tan alta como él.
—Les presento a Sharon —dijo.
Jamás había visto los ojos de mis amigos resplandecer de aquella forma. Debió ser la sonrisa deslumbrante de esa rubia de curvas, vestido rojo y escote, lo que casi los obligó a babear.
Luego de cómplices miradas y de la implícita aprobación del Swap por mis colegas (menos Kate, quien balbuceaba), el australiano se dirigió a Sharon:
—Darling —le dijo—, acabo de encontrarme con mi querida amiga Rossana. No la veo hace muchísimo tiempo. Serías tan amable de quedarte con sus simpáticos compañeros mientras ceno con ella.
La cara de Philippe quedó desencajada.
Kate enmudeció.
Yo no sabía dónde esconderme.
A Sharon se le contrajo el rostro y se marchó furiosa.
—¿Dónde vas, piba?— le preguntó Fabio.
—El Swap fue un fracaso —concluyó el colombiano desesperanzado.
A mis colegas y a mí, solo nos quedó probar una mezcla de sabores dulces, picantes, agrios, amargos y salados típicos de la comida thai y de la vida nocturna neoyorquina.
Pero el piloto australiano no se rindió.
Al momento del postre, se puso de pie desde su solitaria mesa para acercarse a la nuestra y pedir acompañarnos.
Acepté feliz. Era lo mínimo que merecía semejante caballero después de su inconmensurable esfuerzo por pasar un rato conmigo.
Tres botones abiertos de su camisa blanca dejaban ver los pelos de su pecho.
Apoyó sus rudas pero suaves manos sobre la mesa.
En su lengua natal, me describió sus aventuras atravesando el mundo.
Después de dejarme tan atónita como a mis amigos cuando apareció (y desapareció) la rubia, le conté sobre mi vida.
—¿Cuál es tu edad? ¿Tienes hijos de quince y trece años? —me interrumpió mientras acomodaba mi cartera en la silla.
En ese instante me vi obligada a voltear la cara para buscar ayuda.
—Philippe, ¿qué hago? ¡Solo tiene veintiocho años y quiere saber mi edad!
—Miéntele o no respondas —me aconsejó sin gorjeos.
Pero cuando volví el rostro, el piloto ya no estaba.
—Salió a fumar—me dijo Fabio—. Para mí, que te cambió por la mina de rojo, ché. Andá, borrá esa carita triste. Salí conmigo. Vamos a bailar a un boliche —me sorprendió.
— ¿Otrgó Swap? —intervino Philippe sarcástico, cuando de pronto el piloto, mi piloto, se sentó a mi lado una vez más.
Rossana Sala
Nueva York. Diciembre del año 2005