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trotesan borjaY de repente estaba yo allí, llegaba a la meta trotando, rogando, casi rengueando.

Entrené. Me organicé. Practiqué la ruta. Grabé en mi Ipod la música indicada para que me mantenga el corazón latiendo y el cuerpo erguido. Llevé mi propia agua para que no me falte y algunas gomitas energéticas y pegajosamente reconfortantes.

En un principio me sentí libre, casi casi me encontré entonando el Himno Nacional y marchando entre un gran pelotón azul “SOMOS LIBRES SEAMOSLO SIEMPRE”. Somos liebres, pensaba también, lo admito.

Pura adrenalina. Diez kilómetros en los que fui buscando mentalmente dejar atrás todo lo que debía quedar allí. No había entrenado mucho el trote, pero sí montado bicicleta. Aproveché el impulso de la bajada, la fuerza que da la algarabía y, principalmente, mi falta de cautela.

Iba tan espídica que decidí imaginar que estaba pedaleando, claro, pero no en bicicleta estacionaria: en una bici de ruta. ¡PISTA! ¡PISTA! Decía al reclamar paso a la mancha humana que por partes no avanzaba impidiéndome adelantar. Después supe que acá, en el Perú, nadie pide “pista”, que eso se usa en Venezuela. Y  yo, que me sentía ignorada y la gente, que me creería despistada. ¡PISTA! ¡PISTA!

En el camino, guiada por alguna fuerza ilusa, iba saludando caras que nunca había visto y recordando gente, tanta gente, que alguna vez había conocido y formado parte de mi vida. Tomaba agua. La música me impulsaba y me alegraba más de lo que ya estaba al saber, que podía trotar después de meses de recuperación por problemas en las rodillas causados, quizás por la edad, quizás por correr mucho, con preferencia hacia el segundo quizás.

Quería llegar feliz a la meta.

Iba animando de vez en cuando a algún corredor cansado, agradeciendo el clamor del público de la ruta, al policía que detenía los autos para dejarnos pasar, al repartidor de agua, bendito líquido. Iba recordando otros caminos por los que había pasado, tantos, pero no todos todavía.

Luego, vino la subida. Recordé Caracas y sus cuestas. Me vino a la memoria aquel vocabulario que uso sólo mentalmente y en momentos de crisis: “¡Coño! ¡Este falso plano está burda de arrecho! ¡No jodas! ¡Vale mi pana!” (No vale la pena explicarlo. La interpretación es laxa, interminable).

Sabía que desde el kilómetro once me vendría el cansancio. La vida cuesta arriba. Pero tenía que seguir. Tenía que llegar. La velocidad no era importante ahora. I will survive, Yo sobreviviré, repetía la canción y le hacía caso en todos los idiomas. Hacía calor, y la música sonaba bastante bien. Empecé a sudar, lo que me hizo perder gota a gota la poca elegancia que me quedaba. El tiempo lo había ganado en el primer tramo, pensaba. Mi trabajo era llegar. Debía enfocarme en eso. Sin embargo, ¿dónde #@#%@## (léase, coño) estaba mi bicicleta? ¡I want to ride my bicycle! Sentía ahora que estaba sobre mis agotadas piernecitas, las que debían subir lo que habían bajado. Las que estaban prohibidas de acalambrarse. ¿Porqué no había hecho más máquinas y pesas en el entrenamiento? – me quejaba absurdamente al saber que detesto esa clase de ejercicios y que no los hago porque no me da la gana.

Ya no podía aupar a los que se quedaban andando. “¡Que se jodan solitos!” pensaba y, hoy, les pido disculpas por mi falta de solidaridad y de etiqueta mental. Tampoco tenía fuerza para agradecer el aliento de los grupos de música que de vez en cuando animaban a nosotras, las ánimas trotadoras deambulantes. Me arrepentí de haber gastado energía en esbozar alguna sonrisa. Solo quería alcanzar la meta mientras iba entendiendo aquella estrofa del himno -LARGO TIEMPO EL PERUANO OPRIMIDO- y me preguntaba, arrastrando cadenas y gimiendo en silencio, ¿quién me había mandado correr 21K? ¿Porqué no me había quedado tranquila en la casa o estaba gritando en la tribuna cargando algún cartelillo….!Tú puedes mamá! ¡Tú misma eres! ¡I love you! ?

Entre tanto titubeo, fui avanzando y al ver el aviso de LLEGADA decidí recordar mi infancia. Aquellos años en los que practicaba natación. En los que debía completar 25, 50 ó 100 metros a todo pulmón. Sin comentarios, sin música, sin pancartas, sin pensar tanto, sólo al ritmo del chapoteo del agua y del corazón galopante. Eso hice. Los últimos metros decidí sacar la energía escondida en mi pasado y en mis gomitas pegajosas, tirarme de cabeza al asfalto (metafóricamente, claro) y llegar a la meta. Allí habrían muchas personas desconocidas. Un mundo de gente. Un mundo nuevo para volver a empezar.

Y así fue. Completé los 21K. Tomé agua y recuperé el glamour. Alcancé la meta, mi propia meta, sonreí, aunque sintiendo algún dolorcillo en la baja espalda.
Sabía que, aunque no fuera fácil, podría lograr lo que me proponía. Todos lo hicimos.

Escrito por Rossana, con un cierto dolor en el derrière, unos días después del principio de mayo y del reinicio de mi vida por las pistas!

Para Elías, mi cuñado, a tres años de su partida, porque nos acompaña como un feliz espectador en el camino y con sus sonrisas, bromas y cariño, además, nos espera en la meta.

Rossana Sala