¡NO JODA!

Posted: 29 April, 2015 in 2012
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Me llamaron la atención las botas negras de la señora que viajaba al lado mío en el avión. Aunque no eran tan altas, se veían poco femeninas y pesadas.

Íbamos de Perú hacia Venezuela, lugares en los que en esta época del año —abril— todavía se siente con fuerza el calor.

Caminar en Caracas con esas botas, pensé, debe ser un horno.

Yo tenía puestas zapatillas para correr ya que viajaba para participar en una media maratón.

Me las quité a los pocos minutos de sentarme. Las dejé al lado de mi bolso, bajo la butaca delantera. Sobre mis medias deportivas, me puse unas de algodón un poco más gruesas que me abrigaban los pies y daban comodidad. Aunque el color de mis zapatillas era demasiado alegre para usarlas a diario (una mezcla de tonos fucsias, amarillos y verdes), preferí llevarlas puestas y evitar así el riesgo de perderlas. Había entrenado con ellas y sería bastante difícil conseguir un par similar.

Leía un cuento de Carver, cuando me interrumpió la aeromoza para ofrecerme el almuerzo. Era aproximadamente la una. El avión había partido con retraso lo que me había dado tiempo para comer algo antes del vuelo así que casi no probé bocado.

Dejé la fuente en la mesita del asiento libre que había entre la señora de las botas y yo.

Abrí los ojos.

Me había quedado dormida. No debió ser por mucho rato puesto que la bandeja seguía donde yo la había dejado.

pan pocilloSin embargo, el pan que no toqué, ya no estaba.

Seguí observando.

La ensalada de papas y zanahorias que empecé a probar pensando que eran piñas y naranjas (presbicia), había desaparecido incluyendo el pocillo de plástico rojo en el que fue servida.

Pobre mujer, pensé. Ciertamente tenía hambre.

Y cuando decidí tomar un sorbo de mi agua, mi vaso tampoco estaba.

Fue en ese punto cuando miré de reojo y sin compasión alguna a la señora de las botas negras.

Mi agua. ¿Cómo se atrevió a tomársela?

Ella, frente a su fuente vacía y sin ningún pocillo rojo, dormía apoyada a la ventana.

Su blusa a rayas azules le cubría el mentón. No era una mujer tan gruesa pero tampoco se veía desnutrida. Tendría unos cuarenta años.

Abrió los ojos.

Se dio cuenta de que la observaba.

No pronunció palabra.

Se paró en el instante en el que un niño en el asiento de atrás empezó a pegar alaridos y a despedir un olor que obligó a su madre a llevárselo al baño (¡gracias a Dios!).

Mi vecina en cambio —ya sin hambre ni sed, me imagino— pasó delante de mí para dirigirse al pasillo no sin antes preguntarme: ¿podré ir al baño de adelante?

—No creo— le respondí parca.

—¡No joda!— me dijo y con su paso firme y sus botas negras se dirigió a primera clase.

A los pocos minutos regresó a su asiento.

Le pedí a la aeromoza otro vaso con agua.

La señora de las botas pidió el suyo.

Me acomodé para dormir asegurando mi cartera y demás pertenencias.

A manera de señuelo dejé tres cuartas partes de agua en mi vaso en la mesa de la butaca vacía que (una vez más gracias a Dios) nos separaba.

La miré con disimulo un par de veces.

Ella no tocó mi vaso.

Yo tampoco.

Yo me quedé dormida.

Sospecho que ella también.

Me desperté con la voz del capitán que anunciaba que faltaban treinta minutos para el aterrizaje.

aguaMi vaso seguía casi lleno.

¿Le habría dado algún sorbo esa mujer?

Pensé en la media maratón que correría dentro de dos días. Veintiún kilómetros. Hacía mucho tiempo que no participaba en una, pero cualquier pretexto era bueno para viajar a Caracas y visitar a los amigos. Había vivido allí por nueve años y era además el lugar donde había empezado a trotar.

—¿Es tuya?— me distrajo la señora señalando la botella del bolsillo delante de mi asiento.

Una cicatriz profunda se dejó ver debajo de la manga de su blusa a rayas.

—Sí— respondí confundida mientras pensaba que quizás esa herida era producto de alguna quemadura. ¿Qué le habría pasado? ¿Por qué tendría tanta sed?

—¿Me puedes servir un poco en este vaso?—

¡Pero si era mi vaso, mi agua y ahora además quería la de mi botella!

—Tome la del vaso— le respondí con sequedad.

Así lo hizo.

Se había comido mi pan, mi ensalada, bebido mi  agua. ¿No era suficiente?

Podía entender que tuviera hambre, pero ¿por qué no le pedía algo de tomar a la azafata?

Por otra parte, responderle que le pidiera un vaso a la aeromoza podría haber sonado descortés de mi parte.

Traté de olvidarme del tema volviendo a mi lectura de Carver.

No habían pasado ni quince minutos cuando el capitán anunció que estábamos próximos a aterrizar.

Empecé a guardar mi libro y a arreglar mis documentos.

¿De qué sería esa marca en el brazo?

El  niño del asiento de atrás chilló de nuevo.

Me quité las medias de viaje y busqué mis zapatillas.

No estaban.

Moví unas mantas y almohadas que la señora de las botas había puesto en el piso bajo los asientos delante de nosotros.

El avión tocó tierra mientras yo seguía sin encontrar mis zapatillas.

¿Cómo podían haber desaparecido? Y ahora, ¿qué haría en la carrera?

El niño dejó de sufrir.

Y allí, agachada entre mi cartera y las mantas, me pareció tocar una bota negra.

Y al ver sus pies (los de la señora), por fin pude encontrarlas.

¡Mis zapatillas!

Y ella…las tenía puestas.

—No joda—. Estaba a punto de repetirle su propias palabras cuando su celular timbró.

—Dios te bendiga, mijo—respondió sonriente—. Sí, ya me devolvieron de Lima—agregó al levantar la voz con un cierto tono de orgullo—. Estoy bien, llegando a Venezuela. Por fin me dejaron salir, mi amor. Nos vemos pronto— se despidió de suijo, mirándome al salir del avión con un silencioso no jodas, llevándose mi botella y mis zapatillas bien puestas.

Escrito por Rossana Sala, en Caracas el 26 de abril del 2015. Acabo de llegar al hotel luego de la carrera. La organización excelente. Bastante hidratación. Seguridad. Música. Aplausos. Tambores. ¡Una gran fiesta! Recordé mis años disfrutando trotar en esas calles.

Debo decir, sin embargo, que fue bastante duro correr bajo el sol inclemente llevando puestas aquellas botas negras.

Además, fue por el kilómetro doce, en plena cuesta, cuando vi lo que hace unos días había dado por perdidas: mis zapatillas.

Puedo jurar que eran las mías. Las llevaba puestas mi vecina de viaje.

¡Era ella!

Tenía en sus manos varias botellas de agua, de esas que reparten a los participantes, y corría perseguida por el personal de apoyo de la competencia.

En esas condiciones, cualquiera hace un buen tiempo. ¡No joda!

Comments
  1. sebastiano.1305@gmail.com says:

    Que palabras son esas?

    Enviado desde mi BlackBerry de Movistar

  2. Berta Gongora Rohde says:

    Me gusto muchísimo!!! Gracias Rossana

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